Opinión
Un apagón que no consigue ponernos las pilas
El ser humano tiene una capacidad infinita para ignorar las advertencias, tropezar mil veces con la misma piedra y, aun así, creerse invulnerable. Lo vivimos durante la pandemia y lo estamos repitiendo ahora, tras el apagón eléctrico que ha sumido a medio país en el caos. Apenas han bastado unas pocas horas sin electricidad para mostrar con crudeza nuestra fragilidad. No solo dependemos de la tecnología: somos tecnología, y sin ella quedamos paralizados.
Móviles inservibles, redes caídas, cajeros apagados, pagos imposibles. De pronto, nos enfrentamos a una realidad que no queremos ver: que estamos completamente desprotegidos. Y lo más grave es que esto no fue un suceso imprevisible. Europa nos advirtió. Nos recomendaron preparar un kit de emergencia: linternas, pilas, una radio, baterías portátiles, algo de agua, algo de efectivo. Nos lo dijeron alto y claro. ¿Nuestra respuesta? Memes, chistes y desdén.
Ayer muchos se acordaron de esos consejos mientras andaban a tientas por sus casas oscuras, sin una mísera linterna. Los móviles sin batería se convirtieron en pisapapeles de diseño, y las tarjetas de crédito, en trozos inútiles de plástico. ¿Dinero en efectivo? Por supuesto que no. Porque la comodidad es el nuevo dogma y la previsión, una molestia de otros tiempos. Y cuando quisimos comprar pilas o algo tan básico como una vela, descubrimos que las tiendas de barrio ya no estaban. Cerradas, no solo por el apagón, sino porque llevamos años dándoles la espalda, prefiriendo las grandes superficies donde no hay confianza ni trato humano.
También los ayuntamientos y otras instituciones quedaron en evidencia. Las mismas que presumen de digitalización y que basan toda su comunicación en redes sociales inservibles cuando la red cae. ¿Dónde están ahora esas soluciones “inteligentes”? Se han revelado como castillos de naipes. Porque no se pensó en un “plan B”. Porque la fe ciega en lo digital ha eliminado cualquier sentido común.
Lo que ocurrió fue una bofetada de realidad. Y aún así, no aprenderemos. Porque nuestra soberbia —esa creencia de que siempre habrá wifi, de que nada puede fallar— pesa más que el instinto de supervivencia. Y así seguiremos, despreciando lo esencial, desoyendo las advertencias, despreciando lo cercano, hasta que un nuevo golpe nos vuelva a recordar lo vulnerables que somos. Y quizás, entonces tampoco aprendamos.

El ser humano tiene una capacidad infinita para ignorar las advertencias, tropezar mil veces con la misma piedra y, aun así, creerse invulnerable. Lo vivimos durante la pandemia y lo estamos repitiendo ahora, tras el apagón eléctrico que ha sumido a medio país en el caos. Apenas han bastado unas pocas horas sin electricidad para mostrar con crudeza nuestra fragilidad. No solo dependemos de la tecnología: somos tecnología, y sin ella quedamos paralizados.
Móviles inservibles, redes caídas, cajeros apagados, pagos imposibles. De pronto, nos enfrentamos a una realidad que no queremos ver: que estamos completamente desprotegidos. Y lo más grave es que esto no fue un suceso imprevisible. Europa nos advirtió. Nos recomendaron preparar un kit de emergencia: linternas, pilas, una radio, baterías portátiles, algo de agua, algo de efectivo. Nos lo dijeron alto y claro. ¿Nuestra respuesta? Memes, chistes y desdén.
Ayer muchos se acordaron de esos consejos mientras andaban a tientas por sus casas oscuras, sin una mísera linterna. Los móviles sin batería se convirtieron en pisapapeles de diseño, y las tarjetas de crédito, en trozos inútiles de plástico. ¿Dinero en efectivo? Por supuesto que no. Porque la comodidad es el nuevo dogma y la previsión, una molestia de otros tiempos. Y cuando quisimos comprar pilas o algo tan básico como una vela, descubrimos que las tiendas de barrio ya no estaban. Cerradas, no solo por el apagón, sino porque llevamos años dándoles la espalda, prefiriendo las grandes superficies donde no hay confianza ni trato humano.
También los ayuntamientos y otras instituciones quedaron en evidencia. Las mismas que presumen de digitalización y que basan toda su comunicación en redes sociales inservibles cuando la red cae. ¿Dónde están ahora esas soluciones “inteligentes”? Se han revelado como castillos de naipes. Porque no se pensó en un “plan B”. Porque la fe ciega en lo digital ha eliminado cualquier sentido común.
Lo que ocurrió fue una bofetada de realidad. Y aún así, no aprenderemos. Porque nuestra soberbia —esa creencia de que siempre habrá wifi, de que nada puede fallar— pesa más que el instinto de supervivencia. Y así seguiremos, despreciando lo esencial, desoyendo las advertencias, despreciando lo cercano, hasta que un nuevo golpe nos vuelva a recordar lo vulnerables que somos. Y quizás, entonces tampoco aprendamos.


























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