OPINIÓN
El eterno acoso telefónico: ¿quién protege realmente al consumidor?
Las llamadas comerciales se han convertido en una plaga moderna. Empresas de empleo, gas, seguros, electricidad o telecomunicaciones parecen competir por ver quién molesta más al ciudadano. Pese a las limitaciones impuestas por el gobierno para frenar la escalada de llamadas a cualquier hora, la realidad es que los consumidores seguimos siendo víctimas de un bombardeo constante. La estrategia ha mutado, si antes el móvil era el canal preferido, ahora el teléfono fijo se ha convertido en la principal vía para el “spam”.
El problema no es solo la incomodidad de atender una llamada inoportuna, sino la sensación de indefensión. El consumidor se enfrenta a compañías que operan con total impunidad, amparadas en vacíos legales o en la dificultad de rastrear responsabilidades. ¿Qué puede hacer un ciudadano cuando recibe cinco llamadas en un mismo día de empresas que ni siquiera reconoce? La respuesta es frustrante, muy poco.
La Organización de Consumidores y Usuarios (OCU) recomienda revisar las autorizaciones que, muchas veces sin saberlo, otorgamos al aceptar condiciones generales interminables. También aconseja exigir la identificación de la empresa en cada llamada y, en caso de persistencia, presentar una queja ante la Agencia Española de Protección de Datos. Sin embargo, estas medidas parecen más un parche que una solución real. El consumidor se convierte en guardián de su propia privacidad, obligado a invertir tiempo y energía en defenderse de prácticas abusivas que deberían estar erradicadas por ley.
La pregunta de fondo es inquietante: ¿por qué seguimos tolerando que las empresas nos persigan en lugar de ser nosotros quienes decidamos cuándo y cómo contactar con ellas? En un mundo hiperconectado, donde contratar un servicio debería ser tan sencillo como realizar una sola llamada o un clic, resulta absurdo que la iniciativa siga en manos de quienes buscan vender a cualquier precio.
El acoso telefónico es síntoma de un modelo de negocio obsoleto, basado en la presión y la insistencia, más que en la calidad del servicio. Si las compañías confiaran en su producto, no necesitarían interrumpir la vida cotidiana de los ciudadanos para imponerlo. La verdadera modernización del mercado pasa por devolver al consumidor el control, que sea él quien decida cuándo quiere escuchar una oferta, y no al revés.
Hasta que eso ocurra, seguiremos preguntándonos si algún día lograremos invertir la dinámica, que seamos nosotros quienes llamemos para solicitar un servicio, y que esa llamada sea suficiente.

Las llamadas comerciales se han convertido en una plaga moderna. Empresas de empleo, gas, seguros, electricidad o telecomunicaciones parecen competir por ver quién molesta más al ciudadano. Pese a las limitaciones impuestas por el gobierno para frenar la escalada de llamadas a cualquier hora, la realidad es que los consumidores seguimos siendo víctimas de un bombardeo constante. La estrategia ha mutado, si antes el móvil era el canal preferido, ahora el teléfono fijo se ha convertido en la principal vía para el “spam”.
El problema no es solo la incomodidad de atender una llamada inoportuna, sino la sensación de indefensión. El consumidor se enfrenta a compañías que operan con total impunidad, amparadas en vacíos legales o en la dificultad de rastrear responsabilidades. ¿Qué puede hacer un ciudadano cuando recibe cinco llamadas en un mismo día de empresas que ni siquiera reconoce? La respuesta es frustrante, muy poco.
La Organización de Consumidores y Usuarios (OCU) recomienda revisar las autorizaciones que, muchas veces sin saberlo, otorgamos al aceptar condiciones generales interminables. También aconseja exigir la identificación de la empresa en cada llamada y, en caso de persistencia, presentar una queja ante la Agencia Española de Protección de Datos. Sin embargo, estas medidas parecen más un parche que una solución real. El consumidor se convierte en guardián de su propia privacidad, obligado a invertir tiempo y energía en defenderse de prácticas abusivas que deberían estar erradicadas por ley.
La pregunta de fondo es inquietante: ¿por qué seguimos tolerando que las empresas nos persigan en lugar de ser nosotros quienes decidamos cuándo y cómo contactar con ellas? En un mundo hiperconectado, donde contratar un servicio debería ser tan sencillo como realizar una sola llamada o un clic, resulta absurdo que la iniciativa siga en manos de quienes buscan vender a cualquier precio.
El acoso telefónico es síntoma de un modelo de negocio obsoleto, basado en la presión y la insistencia, más que en la calidad del servicio. Si las compañías confiaran en su producto, no necesitarían interrumpir la vida cotidiana de los ciudadanos para imponerlo. La verdadera modernización del mercado pasa por devolver al consumidor el control, que sea él quien decida cuándo quiere escuchar una oferta, y no al revés.
Hasta que eso ocurra, seguiremos preguntándonos si algún día lograremos invertir la dinámica, que seamos nosotros quienes llamemos para solicitar un servicio, y que esa llamada sea suficiente.

























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