OPINIÓN
El espejismo del poder: cuando el narcisismo gobierna
Las plataformas digitales, en teoría un espacio para la conversación directa, se han degradado hasta convertirse en teatros de la mentira y el engaño calculados. |Image licensed by © Ingram Image
En el núcleo del problema yace una autoestima desmesurada, un culto a la propia imagen que ciertos psicólogos ya no vinculan con una salud mental robusta, sino con los peligrosos rasgos del narcisismo. El político narcisista no busca la validación a través del servicio o los resultados tangibles para la ciudadanía, sino a través de una constante confirmación de su grandiosidad. Y aquí es donde el sistema se corrompe: su entorno inmediato, compuesto por asesores y colaboradores, con frecuencia deja de ser un equipo crítico para transformarse en una corte. Los intereses personales y económicos de estos últimos dependen de mantener el favor del mandatario, lo que convierte la objetividad y la crítica constructiva en monedas de cambio peligrosas. Así, el líder queda aislado en una burbuja donde solo escucha lo que desea oír, perdiendo por completo el pulso de las necesidades, preocupaciones y opiniones reales de las personas a las que dice servir.
El autoengaño
Este ecosistema de adulación ha encontrado en las redes sociales su herramienta de perfección. Las plataformas digitales, en teoría un espacio para la conversación directa, se han degradado hasta convertirse en teatros de la mentira y el engaño calculados. Los mensajes políticos se lanzan no para dialogar, sino para ser vitoreados. Es sintomático observar cómo publicaciones de ciertos perfiles acumulan decenas de "me gusta" con una velocidad y uniformidad antinaturales. Siempre los mismos aduladores. El 99% de estas interacciones son huecas, falsas; son "me gusta" comprados, automatizados o solicitados por lealtad acrítica, que solo buscan alagar, no opinar. Esta fachada de popularidad masiva alimenta aún más la distorsión narcisista, convenciendo al político de que posee un apoyo unánime y ciego, cuando en realidad es el silencio comprado de una plaza pública vacía.
El engaño, por tanto, es doble: el político se engaña a sí mismo creyendo su propia propaganda inflada, y a su vez engaña a la ciudadanía presentando una imagen de consenso artificial. Este ciclo vicioso es profundamente dañino para la salud de la democracia, pues sustituye el debate de ideas por el culto a la personalidad, y la rendición de cuentas por la narrativa autocomplaciente.
Frente a este espejismo de grandeza, la alternativa no es un líder con la autoestima baja, sino uno con una autovaloración equilibrada y objetiva. Un mandatario cuya autoimagen se construya, como proponen algunas voces en psicología, sobre pilares sólidos y reales: el esfuerzo constante, el trabajo bien hecho, el contacto genuino y significativo con la ciudadanía (más allá de la foto oportunista), y la capacidad de escuchar críticas sin percibirlas como agresiones. Un líder que no necesite de una corte de aduladores, sino de un equipo diverso y valiente que le desafíe; que no busque la recompensa inmediata en likes falsos, sino la satisfacción legítima de resolver problemas complejos.
La democracia se nutre de realidad, de diálogo y de accountability. El narcisismo político, alimentado por equipos cómplices y redes sociales fraudulentas, es su antítesis. Es hora de exigir que nuestros representantes bajen del pedestal de su propia ficción y caminen, con los pies en la tierra y la mirada clara, por el terreno exigente y real de lo público. Porque gobernar no es ser aplaudido en una burbuja, sino tener el valor de escuchar el mundo tal cual es, con todas sus voces, incómodas y necesarias.
Las plataformas digitales, en teoría un espacio para la conversación directa, se han degradado hasta convertirse en teatros de la mentira y el engaño calculados. |Image licensed by © Ingram ImageEn el núcleo del problema yace una autoestima desmesurada, un culto a la propia imagen que ciertos psicólogos ya no vinculan con una salud mental robusta, sino con los peligrosos rasgos del narcisismo. El político narcisista no busca la validación a través del servicio o los resultados tangibles para la ciudadanía, sino a través de una constante confirmación de su grandiosidad. Y aquí es donde el sistema se corrompe: su entorno inmediato, compuesto por asesores y colaboradores, con frecuencia deja de ser un equipo crítico para transformarse en una corte. Los intereses personales y económicos de estos últimos dependen de mantener el favor del mandatario, lo que convierte la objetividad y la crítica constructiva en monedas de cambio peligrosas. Así, el líder queda aislado en una burbuja donde solo escucha lo que desea oír, perdiendo por completo el pulso de las necesidades, preocupaciones y opiniones reales de las personas a las que dice servir.
El autoengaño
Este ecosistema de adulación ha encontrado en las redes sociales su herramienta de perfección. Las plataformas digitales, en teoría un espacio para la conversación directa, se han degradado hasta convertirse en teatros de la mentira y el engaño calculados. Los mensajes políticos se lanzan no para dialogar, sino para ser vitoreados. Es sintomático observar cómo publicaciones de ciertos perfiles acumulan decenas de "me gusta" con una velocidad y uniformidad antinaturales. Siempre los mismos aduladores. El 99% de estas interacciones son huecas, falsas; son "me gusta" comprados, automatizados o solicitados por lealtad acrítica, que solo buscan alagar, no opinar. Esta fachada de popularidad masiva alimenta aún más la distorsión narcisista, convenciendo al político de que posee un apoyo unánime y ciego, cuando en realidad es el silencio comprado de una plaza pública vacía.
El engaño, por tanto, es doble: el político se engaña a sí mismo creyendo su propia propaganda inflada, y a su vez engaña a la ciudadanía presentando una imagen de consenso artificial. Este ciclo vicioso es profundamente dañino para la salud de la democracia, pues sustituye el debate de ideas por el culto a la personalidad, y la rendición de cuentas por la narrativa autocomplaciente.
Frente a este espejismo de grandeza, la alternativa no es un líder con la autoestima baja, sino uno con una autovaloración equilibrada y objetiva. Un mandatario cuya autoimagen se construya, como proponen algunas voces en psicología, sobre pilares sólidos y reales: el esfuerzo constante, el trabajo bien hecho, el contacto genuino y significativo con la ciudadanía (más allá de la foto oportunista), y la capacidad de escuchar críticas sin percibirlas como agresiones. Un líder que no necesite de una corte de aduladores, sino de un equipo diverso y valiente que le desafíe; que no busque la recompensa inmediata en likes falsos, sino la satisfacción legítima de resolver problemas complejos.
La democracia se nutre de realidad, de diálogo y de accountability. El narcisismo político, alimentado por equipos cómplices y redes sociales fraudulentas, es su antítesis. Es hora de exigir que nuestros representantes bajen del pedestal de su propia ficción y caminen, con los pies en la tierra y la mirada clara, por el terreno exigente y real de lo público. Porque gobernar no es ser aplaudido en una burbuja, sino tener el valor de escuchar el mundo tal cual es, con todas sus voces, incómodas y necesarias.
























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