OPINIÓN
La excepcionalidad como norma: Galicia ante un nuevo expolio verde
La reciente declaración de excepcionalidad territorial aprobada por la Xunta de Galicia para los parques eólicos Baro y Greco marca un punto de inflexión preocupante en la política energética gallega. Lo que se presenta como una decisión técnica al servicio de la transición verde y la reindustrialización sostenible es, en realidad, una decisión profundamente política que abre la puerta a un nuevo modelo de expolio del territorio bajo un barniz ecológico.
Por primera vez, la Ley de Recursos Naturales de Galicia, en vigor desde enero de 2025, se utiliza para permitir proyectos energéticos fuera de las Áreas de Desarrollo Energético previamente delimitadas. Una ley que nació con la vocación de ordenar, proteger y equilibrar usos del territorio se convierte así en una herramienta para desactivar la planificación territorial cuando esta resulta incómoda para determinados intereses industriales.
Desde una perspectiva jurídica, el problema no es menor. La excepcionalidad, por definición, debe ser limitada, motivada y extraordinaria. Cuando se normaliza su uso, se vacía de contenido el principio de seguridad jurídica para la ciudadanía y se refuerza la inseguridad para los territorios afectados. La Xunta parece entender la seguridad jurídica únicamente como una garantía para los promotores, olvidando que el derecho administrativo y ambiental europeo sitúa la protección del medio ambiente y la participación pública en el centro de cualquier decisión con impacto territorial.
El discurso oficial insiste en que se trata de una transición ecológica necesaria. Nadie cuestiona la necesidad de avanzar hacia un modelo energético menos dependiente de los combustibles fósiles. Lo que se cuestiona es el modo. La energía eólica, cuando se impone sin planificación, sin evaluación ambiental acumulativa y sin consentimiento social, deja de ser una solución para convertirse en un problema. En Galicia, esta realidad es ya evidente.
Nuestro país cuenta con cerca de 200 parques eólicos en funcionamiento, más de 4.000 aerogeneradores y casi 4.000 megavatios instalados. A ello se suman decenas de proyectos pendientes de resolución judicial. Las sierras del sur, desde O Courel hasta el Suído-Seixo, sufren una fragmentación ecológica creciente, con impactos sobre la biodiversidad, los acuíferos, el paisaje y la vida cotidiana de las comunidades rurales.
El enfoque social de esta política es igualmente alarmante. Las aldeas y montes gallegos están siendo tratados como zonas de sacrificio, espacios disponibles para sostener un modelo energético pensado lejos del territorio. Se habla de compensaciones económicas, descuentos en la factura o participación accionarial, pero esas medidas no sustituyen el derecho a decidir ni la falta de procesos democráticos reales. No se puede comprar el silencio de comunidades que reclaman información, transparencia y respeto.
Existe además una contradicción de fondo: mientras se invoca el interés general, se prioriza el suministro energético a proyectos industriales concretos, relegando a un segundo plano la protección del patrimonio natural y cultural que define a Galicia. El resultado es una creciente desafección social y un conflicto permanente entre administración y ciudadanía.
La transición energética solo será justa si se construye con los territorios y no contra ellos. Galicia necesita un modelo basado en proyectos de menor escala, comunitarios y cooperativos, que refuercen la soberanía energética local y respeten los límites ecológicos. Necesita evaluaciones ambientales rigurosas, planificación coherente y participación pública efectiva.
La excepcionalidad aplicada hoy puede convertirse en la norma mañana. Y cuando eso ocurre, el territorio pierde. Por eso resulta imprescindible que la Xunta reconsidere esta deriva, suspenda el uso indiscriminado de la excepcionalidad territorial y abra un diálogo real con las comunidades afectadas y con quienes, desde hace años, defendemos el territorio.
Sin participación, no hay transición. Sin justicia ambiental, no hay futuro.
La reciente declaración de excepcionalidad territorial aprobada por la Xunta de Galicia para los parques eólicos Baro y Greco marca un punto de inflexión preocupante en la política energética gallega. Lo que se presenta como una decisión técnica al servicio de la transición verde y la reindustrialización sostenible es, en realidad, una decisión profundamente política que abre la puerta a un nuevo modelo de expolio del territorio bajo un barniz ecológico.
Por primera vez, la Ley de Recursos Naturales de Galicia, en vigor desde enero de 2025, se utiliza para permitir proyectos energéticos fuera de las Áreas de Desarrollo Energético previamente delimitadas. Una ley que nació con la vocación de ordenar, proteger y equilibrar usos del territorio se convierte así en una herramienta para desactivar la planificación territorial cuando esta resulta incómoda para determinados intereses industriales.
Desde una perspectiva jurídica, el problema no es menor. La excepcionalidad, por definición, debe ser limitada, motivada y extraordinaria. Cuando se normaliza su uso, se vacía de contenido el principio de seguridad jurídica para la ciudadanía y se refuerza la inseguridad para los territorios afectados. La Xunta parece entender la seguridad jurídica únicamente como una garantía para los promotores, olvidando que el derecho administrativo y ambiental europeo sitúa la protección del medio ambiente y la participación pública en el centro de cualquier decisión con impacto territorial.
El discurso oficial insiste en que se trata de una transición ecológica necesaria. Nadie cuestiona la necesidad de avanzar hacia un modelo energético menos dependiente de los combustibles fósiles. Lo que se cuestiona es el modo. La energía eólica, cuando se impone sin planificación, sin evaluación ambiental acumulativa y sin consentimiento social, deja de ser una solución para convertirse en un problema. En Galicia, esta realidad es ya evidente.
Nuestro país cuenta con cerca de 200 parques eólicos en funcionamiento, más de 4.000 aerogeneradores y casi 4.000 megavatios instalados. A ello se suman decenas de proyectos pendientes de resolución judicial. Las sierras del sur, desde O Courel hasta el Suído-Seixo, sufren una fragmentación ecológica creciente, con impactos sobre la biodiversidad, los acuíferos, el paisaje y la vida cotidiana de las comunidades rurales.
El enfoque social de esta política es igualmente alarmante. Las aldeas y montes gallegos están siendo tratados como zonas de sacrificio, espacios disponibles para sostener un modelo energético pensado lejos del territorio. Se habla de compensaciones económicas, descuentos en la factura o participación accionarial, pero esas medidas no sustituyen el derecho a decidir ni la falta de procesos democráticos reales. No se puede comprar el silencio de comunidades que reclaman información, transparencia y respeto.
Existe además una contradicción de fondo: mientras se invoca el interés general, se prioriza el suministro energético a proyectos industriales concretos, relegando a un segundo plano la protección del patrimonio natural y cultural que define a Galicia. El resultado es una creciente desafección social y un conflicto permanente entre administración y ciudadanía.
La transición energética solo será justa si se construye con los territorios y no contra ellos. Galicia necesita un modelo basado en proyectos de menor escala, comunitarios y cooperativos, que refuercen la soberanía energética local y respeten los límites ecológicos. Necesita evaluaciones ambientales rigurosas, planificación coherente y participación pública efectiva.
La excepcionalidad aplicada hoy puede convertirse en la norma mañana. Y cuando eso ocurre, el territorio pierde. Por eso resulta imprescindible que la Xunta reconsidere esta deriva, suspenda el uso indiscriminado de la excepcionalidad territorial y abra un diálogo real con las comunidades afectadas y con quienes, desde hace años, defendemos el territorio.
Sin participación, no hay transición. Sin justicia ambiental, no hay futuro.

























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